El origen oculto bajo la arena: el Acapulco que nació antes del mar turquesaPatrimonio
Antes de que los hoteles levantaran su silueta frente al Pacífico y los cruceros pintaran de luces la bahía, Acapulco ya era un puerto… pero de historias sagradas, de intercambio cultural y de vida. Mucho antes del turismo, aquí florecieron civilizaciones que tallaron su memoria en la piedra, dejando petrograbados, templos abiertos y huellas de una grandeza que el tiempo no logró borrar. En Puerto Marqués, arqueólogos hallaron cerámica que data del 2,440 a.C., una de las más antiguas de toda Mesoamérica. Aquellos primeros habitantes no solo pescaban: también cultivaban, comerciaban e innovaban, tejiendo lazos con otros pueblos costeros y del altiplano.
Durante el Período Clásico, Acapulco mantuvo contacto directo con Teotihuacán. Desde estas costas partían cerámicas, símbolos y ofrendas que viajaban cientos de kilómetros, integrándose en rutas comerciales y rituales. Sin embargo, los pueblos de Acapulco conservaron su sello propio: una mezcla de espiritualidad y resistencia que se refleja aún en los petrograbados de Palma Sola y La Sabana, verdaderos códices de piedra tallados en los cerros que miran al mar. Allí se narraban los mitos de origen, los calendarios agrícolas y las plegarias a la lluvia que aseguraban la vida y la cosecha.
En el Posclásico, cuando el Imperio Mexica buscó extender su dominio, surgieron los yopes, los guerreros de la costa sur que jamás se rindieron. Su territorio, entre montañas abruptas y acantilados, fue refugio de una fe intensa dedicada a Xipe Tótec, el señor desollado, símbolo del renacimiento y la fertilidad. Los yopes no solo defendieron su tierra, también su identidad. Gracias a ellos, Acapulco heredó algo más que playas: un espíritu indomable, una raíz que vibra en cada piedra, en cada ola, en cada nombre que aún resiste al olvido.


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